Badai. En suajili, “mas tarde”, “hasta pronto”.
Desengancho con cuidado la mosquitera de mi cama de roble y doblo el tul, colocandolo en la maleta, encima de mi fina manta maasai de franjas rojas, naranjas y amarillas y pienso, como recordaré estos meses. Y miro por la terraza el Monte Merú magnífico frente a mí y me alegra pensar que yo tuve una casa en África, al pie del Kilimanjaro, en la selva de Meru.
Mujeres maasais |
Desengancho con cuidado la mosquitera de mi cama de roble y doblo el tul, colocandolo en la maleta, encima de mi fina manta maasai de franjas rojas, naranjas y amarillas y pienso, como recordaré estos meses. Y miro por la terraza el Monte Merú magnífico frente a mí y me alegra pensar que yo tuve una casa en África, al pie del Kilimanjaro, en la selva de Meru.
Guardo en la maleta de mano mis posesiones imprescindibles, las que no quiero facturar para que no se pierdan. Mi chaqueta de safari, mis pantalones de lona y mi camisa verde. Las dos lamparas de keroseno, para no olvidar las cenas en el bush, ni las chabolas de Arusha. El pareo blanco y negro de jirafas y cuatro meses que poco a poco se pierden en la memoria aun siquiera sin irme, como pasa con aquellas cosas que de repente se vuelven tan lejanas que incluso dudamos de que alguna vez hayan existido o aquellas otras que quizás nunca llegamos a creernos del todo.
Atardece en el Club, parado el tiempo todavía en este reducto inglés. |
Son las seis de la tarde y Morris aparece en la terraza del club, puntual como buen inglés a su cita conmigo. Nos saludamos torpemente. Por primera vez desde que nos conocemos, usamos las formas sociales para intentar esconder detrás de nuestra educada sonrisa, una pena que no podemos confesarnos. Quizás porque habíamos franqueado los limites de la amistad social sin darnos cuenta y nos habíamos convertido sin querer en algo más que dos compañeros de pool (billar en inglés). En dos confidentes.
La terraza del club, testigo de las noches de billar, filosofía y vino blanco |
Me hace cerrar los ojos y me coloca con cuidado un precioso collar de cuentas maasais de mil colores. Huele a ginebra y me sorprendo. Se lo ha encargado a las mujeres del poblado maasai de su granja y que me llevó una vez a conocer para que yo viera la diferencia entre los poblados maasais para muzungus y los verdaderos asentamientos rústicos. Que no son poblados de perfectas chozas circulares alienadas de techo de paja, sino que, al contrario, se extienden por toda la finca a una prudente distancia unas de otras, fieles a su naturaleza individualista y nómada.
Hace días que se queja de la garganta ahora que al finalizar las lluvias, el clima se ha vuelto más seco.- Se que estabas mal de la garganta, así que he ido a Monas (el farmacéutico sik que me recetó un anillo de compromiso para mis problemas de insomnio) y te he traído esto. Me ha asegurado que es el medicamento del año. POOLadine 250 mg.
- Pooladine? No necesito antibióticos. De verdad, este farmacéutico esta cada día más loco…
- En serio, pruébalo. Me ha dicho que funciona para todo.
- Bueno, ahora no voy a tomarlo, es tu última noche así que quiero tomarme una copa y brindar contigo.
- Especialmente recomendado con vino me ha dicho… De verdad, ábrelo y verás las instrucciones.
- Un antibiotico con vino?!
- Un antibiotico con vino?!
Le doy el paquete y lo mira sorprendido. Sobre el envoltorio reza.
“Soluciones mágicas para casi cualquier dolor”
Pooladine 250 mg. *
* Evaluado mejor medicamento del año
Con cuidado despliega las instrucciones mientras se ajusta sus gafas de ver de cerca y comienza a reirse:
Pooladine, 250 mg. |
Con cuidado despliega las instrucciones mientras se ajusta sus gafas de ver de cerca y comienza a reirse:
“Medicamento especialmente recomendado para:
- el dolor de cabeza;
- las picaduras de la malaria;
- la ansiedad;
- el insomnio;
- la nostalgia;
- los problemas de corazón;
- los problemas amorosos;
- las dudas filosóficas;
- las diarreas;
- la alergia al polvo volcánico;
- los robos a media noche;
- la picadura de la mosca tse-tse;
- los días de trabajo duro;
- cualquier otra enfermedad real o psicológica de procedencia europea.
* Especialmente recomendada con vino blanco, gin tonic o zumo de mango.
** Atención, este medicamento no debe tomarse solo. Recomendable uso con expertos.
*** Gracias por cuatro meses de vino, billar, filosofía y amistad.”
Y entonces, empieza a desliar con cuidado los dos cubiletes de tiza azul para afinar el palo de pool que he conseguido en el mercado negro de Arusha mientras nos damos un abrazo riéndonos.
Era todo lo que podía regalarle y puede que fuera todo lo que él quería. Un abrazo, un último baile, la certeza de que no nos olvidaríamos. Y así como se que se me olvidarán los olores, los sabores y los colores de la savanna, sabía que nunca me podría olvidar de él y del Africa real que representaba, sobre la que el bailaba, a pesar de todo, cada noche. El África de las chabolas sin luz. La de los bares locales bajo la luz de queroseno donde solo eramos los únicos muzungus y solo hay prostitutas con sida, cerveza, pistolas y billar, la de los lodges de lujo sobre la selva. La de las orgías y los safaris de animales salvajes. Los golpes de estado. Los militares. La de los ladrones muertos a palos. La de los partidos de polo y de cricket. La de las vendedoras de fruta desdentadas y la de los cazadores blancos. Y la de los gin tonics en la terraza del club, mientras cae pesado el sol sobre la selva.
- Como sois las mujeres! Por eso me habías preguntado hace una semana que dónde se compra la tiza del billar?
- Efectivamente Mo. Por cierto, no tienes ni idea. Sólo se consiguen en el mercado negro.- le contesto con fingida suficiencia a quien lleva ya demasiados años en África como para poder conseguir desde un AK-47, diamantes o la camiseta del barca en el mercado negro si quisiera, y se rie indulgente con mi prepotencia.
Y entonces, la sonrisa me falla y le pregunto, sin darle importancia, lo que ninguno de los dos queremos oir y hemos retrasado conscientes. – Bailamos, hoy por última vez?
- No quería que llegara esta noche, sabes? Maldita sea, te voy a echar condenadamente de menos.
- Y yo a ti Morris. Llevo todo el día echándote de menos y todavía no me he ido.- Le confieso.
- Porque no te has puesto el anillo para jugar? Quiero vértelo puesto. - Me pregunta señalando mi dedo anular.
- Se lo he dado a Margaret. Quería que lo tuviera ella.
- Se lo he dado a Margaret. Quería que lo tuviera ella.
Mi dedo ya desnudo del anillo falso de zafiros que me había sido diagnosticado contra el insomnio, al que Morris llamaba mi “anillo de la suerte” y le encantaba vérmelo puesto para jugar al billar sin saber porque, lo lleva ahora mi amiga Margaret. Inglesa de origen tanzano, hija de uno de los cazadores blancos más famosos de África, que me enseñó a tirar pájaros en su finca de las afueras de Arusha cuando yo quería aprender a tirar. No tenía hermanas. Cuando la conocí vestía al estilo rapero y se había pasado cinco años trabajando de DJ en un bar del Congo del que era su novio, que la abandonó porque le gustaba más la cocaína que ella, e intentaba olvidarlo jugando al billar. Quería ser femenina me confesó. Y nos reímos. Porque a Arusha no llega el Cosmopolitan ni hay Zara ni Massimo Dutti. Así que le regalé mi anillo, para que se lo pusiera los días que quisiera ser, como ella decía, femenina. Ella, que era en sí misma feminidad pura a pesar del tatuaje del mapa de Africa que le ardía en el hombro y no necesitaba anillos de zafiros falsos. Porque ella sabía que no consistía en pintarse las uñas de rojo ni en usar un perfume de Chanel, sino en tener la certeza de que no se es un hombre y de que la vida no era un competicion con las mismas armas. Eso que habíamos olvidado en occidente, donde jugamos al juego perverso de las revistas que anuncian en portada labios rojos y consejos para ligar mientras que, unas páginas más adelante, venden la imagen de una mujer liberada que compite para que se reconozca su lugar. Cualquiera que este sea. Pero quería que tuviera algo mío. Así que se lo di.
Comenzamos a jugar, y, como cada noche, hoy por última vez, Morris va señalando los colores de las bolas a las que tengo que tirar. Ahora naranja, ahora azul, me indica. Todavía dándome ventaja en cada tiro. Pero hoy nuestro juego es torpe y prolongamos las partidas como si no quisiéramos terminarlas. Jugamos despacio y con desgana, como si supiéramos que ya no tiene sentido seguir bailando este último tango. Suave, triste y lento. Y nos echamos de menos, mucho antes incluso de despedirnos. Y una sensación extraña invade mi último día. Se que pasará mucho tiempo hasta que vuelva a ir al club, ahora mi primera casa. Hasta que alguien me invite a cenar con cebras en el jardín. Que no iré a muchas fiestas en las que pueda ir con combinación, ni agradeceré de nuevo el sonido del generador en mis noches a oscuras. Y me alegro de haber venido, porque podría no haberlo descubierto nunca.
Yo, la mujer de las listas, de las acciones y de los planes me sorprende el final de esta etapa sin meta ni puerto de destino. Porque quizás ahora pienso que tal vez no existan y eso que llamamos fin no sea sino el principio de un nuevo camino, y así se nos aparece que lo que llamábamos meta no sea sino etapa. Puede que la vida sea solo caminar y caminar. Y así continúo, ahora por un camino inexplorado, nuevo, ancho y solitario, libre de un pesado pasado ya inerme, tan inocuo que se me antoja inocente. Y le agradezco a Africa estos meses que me habían alejado tanto de aquellos pasos que taconeaban inquietos sobre el damero blanco y negro de las notarías elegantes, solitarios sobre la alfombra azul del despacho inglés, anclados sobre el parquet del piso de la calle Zurbano y me impedía ya volver sobre ellos. Porque sabía que ya nunca podría ser igual.
Puede que si algo he aprendido en Africa es a caminar, aunque de miedo. Y así fue que camino del Congo me di cuenta que no quería andar hacía atrás sino hacía delante. Y que caminar no es simplemente andar, sino recorrer un camino. Y que lo recorremos solos, pero ello no necesariamente implica en soledad. Y así para poder andar hace falta un camino, y si no hay camino inevitablemente permaneceremos parados.
Y así llaman en África al hombre blanco Muzungu, el que camina sin rumbo.
- En Vienna vas a aprender a bailar de verdad. Me alegro por ti. Va a ser una oportunidad. Aqui en Arusha la vida seguirá igual...espero que me escribas, ahora tienes mi buzón postal. Te he mandado una felicitación a la dirección que me diste. De todas formas, tendrás que volver de safari algún día ...- Me dice Morris, porque es lo que toca, ahora que empiezan a llegar mis amigos para la despedida y hemos terminado nuestra partida de billar.
- Me acordaré de ti si aprendo a bailar el vals. - Y me sorprendo pensando cuanto iba a echar de menos mi vida en Africa y a Morris y como Europa dejaba de ser la panacea de la vida moderna y del progreso. Y Vienna se me aperece gris frente a los colores amarillos y rosas que iluminan las palmeras del jardín en mi último atardecer en Arusha. Y se que tengo que seguir caminando.
“Es mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que quien va fuera de él, cuanto más corre, más se aleja.”
(San Agustín)
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